Quisiera hablar en ésta ocasión de uno de los experiencias más enigmáticas e incomprensibles que tiene el camino espiritual: me refiero sin lugar a dudas a la santidad. El respetable público tiene una pálida y borrosa idea de lo que realmente estamos hablando cuando hablamos de ser santo.

El viejo método de querer definir una palabra a través de lo que ella no es, nos dará una mano en ésta ocasión:  ser santo no es ser y querer cosas de éste mundo, ser santo no es querer ser el que tiene siempre la razón o el que quiere descollar sobre sus semejantes; tampoco es pertenecerse a sí mismo, pelear y exigir por los derechos que creemos mínimos y obligatorios para sí mismos; ser santo no es acumular bienes temporales en ésta tierra, tampoco es desear ser reconocido, premiado o admirado por sus semejantes. Ser santo no es querer salvar la vida por miedo o por mesura, ser santo no es justificar por el simple hecho de ser humano los caprichos del cuerpo y los deseos que sentimos tan justificadamente y necesariamente obvios y normales.

Creo que con éstos escasos elementos que he puesto sobre la mesa, he dejado fuera del análisis de la santidad a no menos del 90% de la humanidad. Y conste que intento moverme en los vectores de lo que tanto nos gusta llamar lo normal y lo corriente. Nada de elementos estrambóticos ni extravagantes. Es decir, igual que en la preparatoria del colegio, peras con peras, y manzanas con manzanas.

En la literatura especializada podemos nombrar a tres o cuatro eruditos que nos podrían ayudar a definir qué es santo o qué es ser santo, pero prefiero no caer en ésta tan simple y generalizada tentación. Me arremango y así, con las manos vacías, me interno en el sagrado mundo de lo beatífico para intentar explicar lo inexplicable a escasos diez centímetros del suelo:

 

  1. Se preparan e instruyen para siervos, jamás para maestros.
  2. Todo lo entienden, lo sanan, lo purfican, lo liberan y lo perdonan a través del Amor.
  3. Consecuencia de lo anterior, es que sólo tienen una sola y única libertad a la que aspiran: hacer bien el bien.
  4. Sólo llevan a Dios como equipaje. Eso les basta y les sobra.
  5. Presentan un contínuo e insaciable ánimo de creer.
  6. No buscan adoctrinar, conducir o guiar a sus semejantes, más bien buscan el conducirse a sí mismos, a solas.
  7. Toda su vida gira en un único deseo ardiente, que les devora completamente: ser aceptados algún día por Dios como ofrenda de sacrificio en pos de la salvación de sus semejantes.
  8. Buscan desasirse, desprenderse de todo aquello que los reafirma y confirma en éste mundo.
  9. Están disponibles a la voluntad de Dios a todo evento.
  10. Ven y entienden el mundo sagrado a todo blanco y negro.
  11. Nunca protagonistas. Sólo instrumentos.
  12. Contínuo enamoramiento al Amor divino.
  13. Por eso, aman a los seres humanos uno a uno. A todos, con la misma intensidad, sinceridad y pureza.
  14. Responden con rosas las piedras, con bendiciones los anatemas, con oración los gritos e insultos.
  15. En fin, podría seguir largo tiempo, más prefiero resumirlo en una escueta expresión, que si alguna vez usted la entiende, le ruego que me la explique, pues ésta expresión pertenece al selecto mundo donde la mente dice acepto, mientras el corazón frunce el ceño. Ahí está: Su vida la resumen en lo que ellos llaman felicidad: haber alcanzado a practicar en esta vida el privilegio de poder sufrir por la causa de Dios.

Disculpe, pero usted habla de privilegio. No entiendo.

Se lo explico en forma sencilla. No todos en éste mundo son aceptados para sufrir por la causa divina. Dichoso quien es encontrado apto para hacerlo. La mayoría sólo somos aptos para vivir una vida plena y feliz.