El mal llamado tema espiritual al asunto meramente religioso, tiene su momento cúlmine en lo que se conoce como “el encuentro con Jesús”. El religioso, la consagrada le hará un par de preguntas de control acerca de si usted ya ha tenido un encuentro con su Salvador. ¿Conoce a Jesús? ¿ha hablado con Él?, ¿le ha buscado?. Las preguntas llegan a la conciencia del parroquiano en cuestión como cuando en la universidad tuvo su primera clase de cálculo. Exacto. No entendió nada.

¿Y había que buscarle? Pero ¿por qué es tan necesario hacerlo?. Y así se va para su casa rascándose la cabeza y encogiéndose de hombros.

Y vuelve a sumergirse en la vida, en lo que él llama las cosas que sí son importantes. Y se sumerge y se sumerge y se vuelve a sumergir más aún, hasta que un día cualquiera tiene su primer encuentro con Jesús. Me esforcé en ser lo más educado en redactarlo. Debería decir simplemente, su primer tropiezo con Jesús. Su madre enferma gravísima en el hospital, su hermano accidentado en la unidad de cuidados intensivos, su hermanita de apenas dos semanas entre la vida y la muerte en la unidad de neonatología. Es decir, situaciones donde habitualmente a uno en forma natural se le doblan las rodillas, como si el cuerpo supiera que no hay otra salida que arrodillarse y suplicar la ocurrencia de un milagro. “Yo no te conozco, ni creo en ti, pero te ruego, te suplico si eres cierto, salva a mi mamita, sálvala te lo ruego”. Y brotan las lágrimas espontáneamente. Son cientos de miles los seres humanos que hemos experimentado ése tipo de encuentro con Jesús. “Ahí viene el doctor…No sé lo que ocurrió, si ustedes son creyentes, esto es lo que se suele llamar un milagro. Pasen a conversar con su madre, que los espera sentada en su cama”. El cielo llama a este tipo de situaciones sobrenaturales: “el misterioso sendero de las lágrimas”.

Pero existe la otra forma de tropezarse con Jesús: la vía seca, la sin súplica ni ruego, la sin lágrimas ni arrepentimiento. Vas por la vida haciéndole la pega a Jesús, ya que parece que se quedó dormido o lo percibes como si tu vida y la de tus semejantes le importara un pepino.

Entonces tú te echas al hombro a la humanidad, tú eres el buen pastor, tú el que cuidas al huérfano y a la viuda, tú quien multiplicas los panes en la población. Y estás cansado, indignado sería lo correcto decir. Ése tal Jesús es un farsante, un bueno para nada. Lo poco que tengo me lo he tenido que rebuscar yo solito. No hubo ángeles, no hubo misa ni eucaristía. A todos le interesé un bledo. Así que guárdate tu sermoncito del buen samaritano, mira que estoy muy ocupado para escuchar tus leseras. Hasta que de pronto, es tocada una de las ovejitas de su rebaño.

Su pequeñita, su amada angelito es violada brutalmente por tres tipos que estaban completamente drogados. Se toma la cabeza desesperado, y corre por las calles hacia ningún lugar, hasta que de pronto se encuentra sentado llorando de ira, de impotencia y de dolor en una iglesia vacía. En ese silencio, aparece de la nada una mujer de rodillas con su pequeñita caminando junto a ella con un ramo de rosas en los brazos. Una infinita procesión, lenta y pausada hacia el altar. Un espectáculo solemne, una obra divina para un solo espectador. Primero el tenso silencio, los ojos muy abiertos y asustados. La madre deja las rosas en el altar junto a Jesús, besa a su hija y luego se va. La iglesia nuevamente queda poco a poco en electrizante silencio, que lo devora todo. Y ahí queda él con su ira, con su impotencia y su rabia contenida, mordiéndole el pecho, a punto de llorar. Cierra los ojos para obligarse a no hacerlo. Pero de qué sirve, para qué hacerlo. Abre los ojos entre sus ojos húmedos y entre el brillo de la nave y los candelabros está Jesús de pie con su mano estirada. Mira hacia la izquierda donde está Jesús el verdadero, el de las rosas, el de los agradecimientos, el que pone de rodillas a las madres desesperadas, y efectivamente está ahí la estatua silenciosa, garante de las flores. Pero, ¿quién eres tú entonces?. Él sólo continúa con su mano estirada… Guarda silencio, toma un poco de aire, se refriega los ojos y se dirige hacia él, le llama él para negarle llamarlo Jesús (el flaco, el pulento, el que sabe). Así de grande es su ira. ¿y qué estai haciendo parado ahí?, ¡miserable!, ¡te odio! ¡sí, te odio! ¿Ahora venís a hacerte el buenito conmigo?¿Dónde estabai cuando murió mi madre desangrada en el hospital, dónde estabai cuando mi papito se sacaba la cresta para llevarnos unos panes rancios para calmar el hambre, dónde estabai cuando nos quemaron la casa…¡¡¡¡dónde estabai cuando violaron a mi angelito!!!!. ¡¡¡¡te odio, te odio, te odio!!!!. Y rompe en un amargo y doloroso llanto… Y Jesús sigue con su mano estirada…

Esa es la forma verdadera de tropezarse con Jesús. Ésta es la verdadera forma por donde se entra por la puerta chica de la fe, no porque entras humillado, no la aguja por donde no pasarán los ricos sino ésta otra, por la que tienes que pasar por ella de guata, de ira, de resentimiento, si no deseas negarte la posibilidad imperdible de empapelar a Jesús.

Lo harás, te lo aseguro, te quedarán resecos los labios de tanto gritarle y maldecirle, se te contraerá el pecho de tantos insultos…y al final caerás extenuado. Y la mano continuará frente a ti, estirada…

La tomarás, y te lo aseguro, jamás querrás soltarla otra vez. Porque para entonces sabrás muy bien, dónde y qué estaba haciendo Jesús en el mientras tanto.